Solo suenan portazos en el calendario analógico de los vértigos amarillos de mis negros tropiezos. Morder el alcohol jamás me hizo sentir más guapa pero siempre me brindaba esa falta de respeto tan necesaria para ser valiente aún sintiéndome muerta. Bares y compañías que hoy son bocados en estas cicatrices que siguen conjugando en mi pecho la mirada lasciva de la palabra melancolía. Salpicarme de desastre fue la puñalada más traicionera que me hice a mí misma aquella noche de diciembre en la que encontré las siete letras de mi nombre en el rincón del baño de algún pub vivo de ganas de jugar con mis dudas y tormentos. Dejé de contar conmigo en ese mismo momento. Me convertí en mi peor pesadilla y sangré desvaríos de equivocaciones taconeando por calles y parajes desiertos que enfermaron la nuca de los derechos que deshicieron la soledad en el lado ambiguo de mi cama.
Pedí auxilio hablando en voz baja y con las goteras en los bolsillos de mis manos frías le di patadas a los motivos que me faltaban para seguir viviendo.
Me he roto en el caos de las excusas de mi fatalidad y he deshecho los atropellos de buitres negros en mi garganta. Sírveme otra copa y esta noche háblame de París... Después me iré por la izquierda de esa calle donde los aullidos se acuerdan de mí y pondré un pie en esa casa en la que la distancia kilométrica está más cerca que los viajes que nunca hice hacia mi propia felicidad , donde el olor a ansiedad termina siendo el suicidio emocional de mi paz interior.